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Morrissey

domingo, agosto 06, 2006

Homenaje Post-Mortem

Sandro Rosa do Nascimento. Si algo ha de morir, moriré yo por tí. Sandro, si ya nadie se acuerda más de tí, si tu paso por la gloria de la visibilidad fue tan fugaz, yo te recordáré esta mañana y te veré desde mi pantalla. Si aquella tarde de del 2000, de no importa qué mes, tú no me hubieras hecho llorar seis años después, yo no tendría grabadas en mi piel las palabras de tu madre postiza. Ser alguien, SER. No hundirse en el desbarrancadero. No cumplir el personaje al pie de la letra. Familia, estudios, hijos, trabajo... Nadie te los iba a dar y tú lo sabías. Incluso en los días de sol en ese cuarto que hallaste como tuyo, con tu nueva madre y una televisión, de tanto saberlo te convertiste en estrella mass media. Lo lograste Sandro. Hoy lloro por tí, y no tengo piedad de tu pasado en las calles, ni de la matanza de tus amigos, ni del asesinato de tu madre. Sandro yo escuché una a una tus palabras y ví ese manejo escénico aún plausible en un cocainómano que hace actuar a sus reenes en una pieza de teatro clásico. Tres actos bien conocidos por tí, Sandro. Si algo ha de morir moriré yo por tí. Y así fue, hubo una que resucitó y tú dijiste que sólo crees en Dios y no en María. ¿Cómo justificar la resurreción? No era Lázaro un hereje ¿verdad?
Tú lo sabías bien, no querías hacerlo en realidad. Apretaste el gatillo como fiera acorralada, y aquella chica que estaba segura de que tú la matarías fue complacida. Ay de aquella seguridad, eso no entraba dentro del libreto. Esa afirmación te empujó a mover tus dedos... y el héroe de la SWAT de Río... No Sandro, no fuiste tí, incluso el coro gritándote ¡Filho da puta! y la turba pidiendo tu cabeza, esa montonera acercándose para descuartizarte, incluso ellos sabían que no fuiste tú. Tus últimos estertores dentro del auto con aquellos gorilas montados sobre tí, me recordaron una agonía silente, una envidia de ver cómo concluiste al pie de la letra tu vida. De cómo es infinitamente más fácil ser predecible cuando se vive en las calles, cuando se roba y se ha pasado por la cárcel con treinta o cuarenta compañeros de celda. Yo aún no sé cuál será mi acto final y tú fuiste tan literal al cumplir tus tres actos. Eres la encarnación de la obviedad social, Sandro. Y sin embargo aún me compadezco y estoy segura de que si estaba en ese bus, el solo metarelato que creaste habría sido suficiente para desarrollar el síndrome de Estocolmo. Y aún en Río de Janeiro, en el trópico mismo, es Suecia siempre en el corazón.


(Bus 174- Un documental de José Padilha)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que increible tu blog
CR

Anónimo dijo...

'Bus 174': Brazil Held Hostage
By Desson Thomson
Washington Post Staff Writer
Friday, December 5, 2003; Page WE35


"BUS 174" goes from the seemingly sensational to the sublime at breathtaking speed. What starts off as a documentary about a hostage crisis in Rio de Janeiro deepens with every passing minute. By the end, you realize you've seen an extraordinary movie, easily one of the best of the year.

Jose Padilha's documentary -- a collection of television news footage assembled into gripping narrative with powerful commentary -- follows a true tragedy of errors that took place on June 12, 2000. When a homeless Brazilian named Sandro Rosa do Nascimento commandeered a bus at gunpoint near the botanical gardens in Rio, the situation swelled to immediate, telegenic hysteria.



"Bus 174" documents how Sandro Rosa do Nascimento took Brazilian bus passengers hostage. (Thinkfilm)

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As the movie shows, the bus was immediately surrounded by a mounting cluster of SWAT snipers, local cops, gawkers and TV camera crews. At the center of it was Sandro, an apparently cocaine-fueled maniac, pressing a gun against the heads of various captives. (He'd switch from one to another with seeming randomness.) No one made any attempt to keep the crowds back, as if this spectacle belonged to everyone. The nation watched on television (the crisis garnered the biggest TV audience of the year in Brazil.) And Sandro paced up and down the bus, threatening to kill his hostages unless his demands were met. What were those demands? He wanted a hand grenade and rifle so he could get the heck out of there.

"You think this is a movie?" screamed Sandro through the open bus window. "This is no [expletive] movie."

As far as the media could make out, Sandro was trying to mug people on the bus. It was just a matter of time before the lunatic was caught, and with it the possibility of a shooting melee and dead hostages. That was the unspoken lure.

That was then. But the movie, which follows these events in an eerie present tense, has a wiser vision. For one thing, it listens to what Sandro is screaming about. For another, director Padilha spends time with street people, social workers, cops and sociologists. What we thought was a nerve-wracking SWAT standoff becomes the tacit moral trial of an entire society. The story of Sandro is about the people watching him on TV.

But it's also more than that: It's about a middle class that -- as one sociologist eloquently puts it -- has rendered the Sandros of Brazil invisible. And it's about a police force that is left to its own arbitrary devices as to how to deal with homeless youths who are forced to steal for a living.

Sandro, we learn, was angry about the recent massacre of street kids at the Candelaria church in Rio. Sometime after midnight, a gang of policemen drove up to the church, where homeless kids spent their nights under pieces of cardboard, and started shooting. Sandro, who spent many a night at the church, knew these people.

The movie's revelations continue. We see an emerging big picture of the indigent, the young boys and girls who leave their slums, try to eke a living in the cities and are forced to resort to mugging and other violent acts. The movie shows them everywhere, standing at traffic lights and juggling balls for loose change or hanging on street corners. Asked what he wants most, one teenager says, simply, "a home."

We learn more about Sandro's background. As a very young boy, he witnessed his mother slaughtered by assailants. He left home and started to live on the streets. There are so many people who knew him: a caipoeira (self-defense and dance) instructor who invited him to train; his aunt; other homeless people who remember him; a social worker. He was a cocaine addict. He had arrest records. He escaped from prison. But he was no anomaly, rather part of a subculture that is used to violence and a culture used to keeping that subculture down. When the inevitably tragic outcome occurs, we are left disturbed and shaken, but deeply moved by a movie that has powerful things to tell us.

BUS 174 (Unrated, 122 minutes) -- Contains documentary violence, intense thematic material and obscenity. In Portuguese with subtitles. At Visions Bar Noir.

Anónimo dijo...

Another, in spanish:

El hombre visible
Horacio Bernades
Desde perspectivas y con intenciones que no podrían ser más disímiles, dos recientes películas --ambas provenientes de Brasil-- ponen el acento en una llaga social cuya gravedad parece agudizarse con el paso de las décadas: de una punta a otra de Latinoamérica, la niñez urbana se enfrenta cada vez más tempranamente al callejón sin salida de la miseria, la marginación, la violencia social y la falta de oportunidades. Todo lo cual termina llevando al delito, como única opción aparente. El año pasado, desde la ficción, con un poderoso dispositivo audiovisual, ambiciones de gran espectáculo y el respaldo internacional de una corporación como Miramax, la tan exitosa como oscarizable Ciudad de Dios (F. Meirelles y K. Lund, 2002) recurría a modelos del cine de gangsters estadounidense (desde Erase una vez en América hasta Buenos muchachos) para narrar la iniciación, consolidación y disgregación final de un grupo de amigos, habitantes de una de las favelas más gigantescas de Río de Janeiro, quienes arma en mano y desde pequeños se abrían paso en el mundo del narcotráfico.
Presentado al mundo en octubre del año pasado en el marco del Festival de Río (en donde se llevó el premio Fipresci al mejor filme brasileño del año), un documental brasileño viene a recoger el guante lanzado por la discutida y discutible Ciudad de Dios, y lo hace no sólo con la honestidad, compromiso con el tema, cuidado en la investigación y el rigor expositivo que deben pedírsele al género, sino además con un poderío dramático y emocional devastadores, efectos más frecuentemente asociados con filmes de ficción que con el documental.
Se trata de Onibus 174, titánica realización de José Padilha (Río de Janeiro, 1967), que a lo largo de dos horas (en un primer corte, el filme duraba casi media hora más) vuelve sobre un incidente policial que tres años atrás tuvo en vilo al Brasil entero. Lo que se propuso el realizador fue arrancar ese episodio de la crónica roja (tan proclive a punitivas interpretaciones fascistas) y devolverlo a las aguas menos calmas de la responsabilidad social y comunitaria. El hecho en cuestión ocurrió el 12 de junio de 2000 y fue transmitido en directo por la televisión brasileña, en tiempo real y sin interrupciones, a lo largo de cuatro horas y con una audiencia estimada en 35 millones de televidentes. Un muchacho de 21 años, criado en la calle y armado con una pistola calibre .38, tomó un ómnibus de línea (la línea 174, de allí el título) y mantuvo secuestrados a diez pasajeros, a punta de pistola y bajo amenaza de muerte. Cámaras, reporteros de televisión y medio centenar de policías de elite mantenían rodeado el vehículo mientras intentaban negociar con el secuestrador, al tiempo que francotiradores apostados en las inmediaciones no apartaban la mira de su cráneo.
El hecho terminó tan mal como era de presumir, con el asaltante y una de sus rehenes heridos de muerte. Tras la súbita conmoción nacional, al día siguiente la televisión volvía a su menú de culebrones, talk shows y productos enlatados. A partir de su estreno internacional en el Festival de Río, Onibus 174 iniciaba un largo recorrido por festivales internacionales, incluidos los de Rotterdam, Toronto y San Sebastián.
Dos meses después del lanzamiento de la película, en diciembre de 2002 y a pesar de los abundantes indicios en su contra, los cuatro policías acusados de haber ejecutado al secuestrador minutos después de su captura fueron declarados inocentes. En ese momento, el affaire del ómnibus 174 quedaba definitivamente cerrado.
Texto y contexto
Cerrado el caso para la justicia, allí está el documental de José Padilha para mantenerlo abierto a la luz pública.
"Yo vi todo por televisión", dice el realizador. "En ese momento no tomé plena conciencia de su sentido, ya que la televisión mostró el secuestro sin dar ninguna información sobre el secuestrador. Cuando al día siguiente, leyendo el diario, descubrí los antecedentes del muchacho, entonces decidí hacer la película, porque comprendí que el asunto iba mucho más allá del mero hecho policial." Fue también entonces que Padilha resolvió qué forma debería darle a Onibus 174. Por un lado, volver a narrar el hecho, manteniendo la sensación de directo y reutilizando material filmado y desechado por la televisión. Por otro, reconstruir la historia entera del autor, mediante testimonios de parientes, conocidos e informes policiales. Esos dos relatos paralelos se entrecruzan incesantemente a lo largo de la película.
Si ambas líneas narrativas representan un pasaje directo al dolor y el horror, conocer quién es el secuestrador introduce la visceralidad en pleno contexto humano, social y a la larga político. Al tiempo que restituye su singularidad al protagonista, Padilha halla en él, sin forzar jamás su condición emblemática, la cifra de tantos niños y jóvenes arrojados a la calle. Hijo de madre soltera, Sandro Rosa do Nascimento tenía 6 años cuando presenció el degüello y decapitación de su madre -dueña de un pequeño negocio ubicado en la favela del Ratón Mojado- a manos de sicarios. Sandro huyó de allí y ya no volvería a conocer otra casa y familia que no fueran la calle y los que, como él, habían perdido todo.
De allí en más, la secuencia conocida: hambre, mendicidad, falta de contención, delito y refugio en las drogas. Aunque portara armas, Sandro do Nascimento jamás las había disparado sobre nadie. Moriría sin hacerlo.
Sin saber para qué
"Secuestró el ómnibus sin saber para qué. No pedía nada, no reclamaba nada. Eso dificultaba mucho negociar con él", dice en un momento de Onibus 174 un capitán de la Brigada de Operaciones Especiales (equivalente carioca del SWAT estadounidense), experto en negociar con secuestradores. En un momento dado, a cambio de la liberación de los rehenes Sandro reclama una granada de mano y un rifle, que más tarde se convierten en dos granadas y dos pistolas .45. Obviamente, las fuerzas policiales no estaban dispuestas a darle ni una cosa ni otra.
Aprovechando las lábiles medidas de seguridad dispuestas por el comandante del operativo, las cámaras de televisión filman desde todos los ángulos y distancias posibles, acercándose peligrosamente al ómnibus estacionado en una de las zonas más exclusivas de Río de Janeiro. Las imágenes son impactantes. Las acciones del secuestrador revelan desconcierto e improvisación. Sandro intenta cubrirse el rostro con una toalla pero lo hace torpemente; la toalla resbala y cae, hasta que desiste y de allí en más enfrenta a los policías a rostro descubierto. De pronto, arrastra a una de las rehenes hasta el asiento del chofer y a punta de pistola intenta hacerla manejar. Más tarde, siempre con la .38 en la sien de su rehén, la obliga a escribir algo sobre una de las ventanillas. "Nos va a matar a todos a las 6", dice el mensaje. "Está loco y me va a matar."
Siempre apuntando a una rehén, Sandro se asoma a través de una ventanilla, gritándoles a los policías una mezcla de amenazas, insultos y desafíos. "Contábamos con muchos francotiradores que podían acertarle en la cabeza a esa distancia, pero ver medio kilo de masa encefálica ensuciando una ventanilla no hubiera quedado muy bien en la televisión", asegura un instructor de la fuerza policial, sin ninguna ironía. "Esto no es una película de acción", grita Sandro en un momento. "Ustedes son perversos, asesinos, yo sé quiénes son, yo estuve ese día en La Candelaria." La Candelaria: una iglesia muy paqueta, ubicada en plena zona bancaria de Río de Janeiro, frente a cuyos portones solían juntarse, a comienzos de los noventa, muchos meninos da rua. Entre ellos, Sandro, que tenía por entonces 13, 14 años.
Los niños de la Candelaria
Una madrugada de julio de 1993, dos autos particulares estacionaron frente a la iglesia de La Candelaria. "Pensamos que venían a traernos sopa", comenta una sobreviviente. Pero no se trataba de eso. Varios hombres -a quienes los sobrevivientes identificaron como oficiales de la policía- bajaron y rociaron de balas al grupo de chicos que dormían en la entrada de la iglesia. Hay fuertes presunciones de que esa clase de operativos de "limpieza" eran financiados por poderosos empresarios de la zona, disgustados por la postal de miseria que se dejaba ver en su prolijo territorio.
Tiempo después de la masacre, una asistente social hizo un censo de la suerte corrida por los setenta ametrallados aquella madrugada: siete murieron en el acto. De los 63 restantes, 39 fueron asesinados más tarde. Uno de ellos fue Sandro do Nascimento, quien ese 12 de junio de 2000 le dio a la policía, sin saberlo, la mejor oportunidad de saldar, siete años más tarde, aquella deuda pendiente.
Según estadísticas, sobre una población total de 60 millones de niños brasileños, la mitad vive en estado de pobreza, y tres cuartos del total no finalizan la escuela primaria. Aunque los célebres Escuadrones de la Muerte de los años sesenta y setenta no existen con ese nombre desde hace décadas, los fusilamientos de niños siguen siendo moneda corriente en Brasil. "La gente lo aprueba", dice la asistente social consultada en Onibus 174. "Cuando se hace alguna estadística sobre el tema de los meninos da rua, la mayoría de los encuestados se manifiesta a favor de las ejecuciones", confirma José Padilha. "¡Mátenlo, mátenlo!", es el clamor masivo que se oye sobre el final de Onibus 174, cuando Sandro decide entregarse finalmente a la policía.
La policía cumple con el pedido, aunque sin hacer alarde de eficiencia. Primero, un agente dispara sobre Sandro, en el momento en que éste retiene a una rehén contra su cuerpo. La que cae muerta es la rehén. Enseguida, los uniformados meten a Sandro en un patrullero y allí se produce el presunto forcejeo que terminará con el secuestrador muerto por estrangulamiento. "Allí se cerraba el círculo: Sandro, que había sobrevivido a la masacre de La Candelaria, era ajusticiado siete años más tarde; era como si la policía hubiera querido, finalmente, reparar aquel 'error'", señala un declarante de Onibus 174, con amarga ironía.
Lo visible y lo invisible
"El problema es la sensación de invisibilidad que experimentan los meninos da rua", señala el mismo declarante, en otro pasaje de Onibus 174. "Ellos se muestran, pero quienes pasan a su lado no los ven. Hacen como que no los ven, desvían la vista, miran hacia otro lado. En una sociedad en la que todo parece estar a la vista, ser invisible y no existir son sinónimos. Esos niños harán todo lo que sea necesario para ser vistos, para tener una existencia."
El testimonio no podría ser más pertinente, ya que el episodio entero del secuestro del ómnibus por Sandro podría ser visto bajo el ángulo de lo que representa la visibilidad. Tal vez haya sido deliberado el hecho de que Sandro do Nascimento secuestró un vehículo lleno de ventanillas, expuesto abiertamente a la vista de los demás, haciendo uso de la compulsión a mirar (eso que los especialistas denominan escoptofilia) que esa situación generaba inevitablemente en los otros. Esta situación alcanza su grado máximo con la llegada de la televisión al lugar, con lo cual la audiencia potencial de Sandro se hace vastísima. Para las cadenas televisivas no podía imaginarse una situación más perfecta, tanto en términos dramáticos como narrativos: un secuestrador, un grupo de rehenes, un escuadrón de elite de la policía, un plazo, una amenaza, la posibilidad cierta de alcanzar aquel soñado ideal televisivo que es la transmisión de la muerte en directo. Todo ello bien a la vista, en tiempo real y sin cortes.
Pero Sandro, conciente de ser utilizado como actor por la televisión, con asombrosa lucidez y determinación utilizó a su vez ese medio para ser visto, escuchado, temido finalmente por aquellos que jamás lo habían hecho. A partir de determinado momento (el documental de Padilha registra escrupulosamente el crescendo), Sandro multiplica los signos visuales, los mensajes en código, hasta convertirse en un verdadero director, un inspirado metteur en scene, que trabaja no sólo con lo real sino también con aquello con lo que negocia todo artista de la mirada: el imaginario del espectador, sus miedos y pesadillas, lo más temido y deseado en el interior de cada uno.
Pantalla dividida
Siempre encuadrado dentro de los límites de una ventanilla/pantalla --o pasando de una a otra como si dispusiera de un sistema de split-screens montadas en paralelo-- Sandro apoya una pistola sobre la cabeza de una rehén, grita, amenaza con asesinarla si no responde a sus órdenes. Luego dispara un tiro que terminará astillando el parabrisas delantero del ómnibus, como modo de amedrentar a su rehén. De paso, claro, hace lo propio con todo su "público cautivo", que a esa altura incluye ya desde policías hasta camarógrafos y técnicos de la televisión, pasando por los mirones ocasionales y llegando, por supuesto, a ese universo de millones que -él ya lo sabe-- a esa altura están pegados a sus televisores, como quien mira la telenovela de la tarde.
De allí en más, Sandro va y viene dentro del vehículo, haciendo uso de esa pantalla panorámica dividida en tres. Arrastra rehenes, los obliga a escribir frases de terror sobre los cristales, se asoma a la ventanilla y grita desde allí a quienes a esa altura son ya, al mismo tiempo, su crew y su público. Finalmente, orquesta su golpe maestro. Fija un plazo, agotado el cual asegura que ejecutará a una de las rehenes. Cuando el plazo se cumple toma a la rehén, la arroja al piso, le avisa que la va a matar y lanza varios ultimatums sobre los policías que observan desde afuera, ganados por esa hipnotizada forma de la pasividad que parecería propia de todo espectador televisivo.
Finalmente, en medio de los gritos y las lágrimas, la histeria de adentro y el silencio de afuera, Sandro apunta a la cabeza de la víctima (que quedó tirada en el piso, fuera de cuadro) y desde un metro de distancia dispara, obviamente acertando. ¿Murió la chica? Testimonios de los sobrevivientes, conocidos recién después de que todo concluyó, nos informan que no se trató de otra cosa que una representación, un montaje, una puesta en escena. Sandro instruyó a sus rehenes, los formó como actores, les indicó qué debían hacer, cuándo y cómo. Luego, magistralmente, consumó el gran acto de su vida, ese en el que hizo creer al Brasil entero que se había convertido, finalmente, en lo más deseado y temido por todos: el dueño de la vida y la muerte. Finalmente, el niño invisible se había convertido en maestro de la representación visual, amo del fuera del cuadro, único instrumentador del efecto especial y la ilusión.
Tal vez era eso todo lo que Sandro do Nascimento pretendía, ese 12 de junio del 2000.
Modelos enfrentados
Necesariamente, toda película que intente testimoniar la violencia se enfrenta con un problema ético que no difiere demasiado de la clase de dilema que día a día debe afrontar todo cineasta, sólo lo agudiza. Cómo mostrar la violencia, cuánto mostrar de ella, para qué hacerlo y desde qué lugar son preguntas que el cineasta responsable se hará, tarde o temprano.
"No tuve muchas dudas durante el rodaje", asegura Padilha. "Estaba convencido de la importancia de contar esas dos historias (el secuestro en sí y la historia personal de Sandro) del modo más objetivo posible, sin ninguna clase de juicio moral, prejuicio ideológico o programa político. Creo que la historia habla por sí misma de cuestiones que van más allá de ella, tales como la producción de la violencia por parte del Estado. No soy yo quien habla de eso, sino la historia que narro. Yo lo único que hice fue encontrar una forma de contarla."
No hay más que comparar Onibus 174 con Ciudad de Dios para encontrar dos modelos estéticos en relación con el tratamiento de la violencia social en el cine, que representan en el fondo dos posturas éticas divergentes. Basada en una extensa novela de Paulo Lins, Ciudad de Dios es una ambiciosa saga que aspira a narrar las mutaciones de la criminalidad carioca desde los años sesenta hasta el presente, con una de las más gigantescas favelas de Río por escenario central. Al tomar como modelo notorio el cine de gángsters estadounidense, Meirelles y Lund arrancan a sus personajes del ámbito de lo real para colocarlos en el del mito, empujando así al espectador a un modo de recepción propio de modalidades de consumo cinematográfico.
Todo ese procedimiento de desrealización se ve completado por el recurso a una apabullante maquinaria audiovisual, propia de esos perfectos dispositivos de ilusión, mistificación y glamorización que son el cine publicitario y el videoclip, áreas en las que los realizadores se formaron. Como resultado de ello, Ciudad de Dios promueve la sensación de haber visitado un planeta lejano, fascinante y, en el fondo, infinitamente deseable. Eso no tendría nada de malo si no fuera porque ese planeta es en realidad próximo y espantoso. En él, la vida humana vale tanto como lo que cuesta la entrada para ver la película.
Por el contrario, del filme de Padilha no puede salirse de otro modo que no sea perturbado, en shock profundamente conmocionado. Con la íntima certeza de haberse enfrentado a un problema gravísimo y de remota solución. Nadie que haya visto Onibus 174 será el mismo cada vez que se cruce, en cualquier capital latinoamericana, con esos chicos que en las esquinas hacen malabarismos con pelotitas, esperando ser vistos y reconocidos justamente por aquellos que no están dispuestos a hacerlo.