Ídolo

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Morrissey

sábado, agosto 19, 2006

Velvet express


Claudio se subió después de la gorda. Yo quise que lo haga, yo inventé su repertorio para mí. Lo ví desde la ventana, vestido tenue, celeste, blanco, sombrero cubriendo calvicie. Levantó su guitarra desde la vereda esperando el consentimiento del chofer. ¡Cuánta generosidad desde el principio! Si yo con la gorda ya tenía suficiente, yo ya había entrado en estado terciopelo. Sentada allí, rozando cada minuto con una cadera nueva, la gorda nos miraba a todos mientras nos convencía de su sinceridad, con esa voz suave, zeteante -el aire que entra por la ventanita abierta-. Le faltaba un diente delantero. Cada vez que levantaba los brazos mostrando el producto o declamando acerca de su validez como vendedora callejera, yo miraba sus carnes rosadas, moviendose al compás de su ficha mnemotécnica. Debajo de la camiseta blanca solo divisaba un ombligo lineal, sonriente, pujando por ser visto. No alcanzaba la tela ni con todos sus esfuerzos pudorosos. No tenía sentido esconderse más. La gorda ya me había hecho feliz, yo le creí todo, pero no le compré nada.
Quien sí le compró fue Claudio. Veinticinco centavos para el que da recibe. Él esperó caballerosamente a la gorda terminar su discurso, y empezó el suyo. Tres o cuatro notas apegadas al asiento delantero. Sobre mí, yo junto a él. Creo que hubo un segundo de estupor y luego, la desembocadura. Música brasilera, algo en inglés y dos que tres frases inventadas en español borracho de amazonas. Yo conocía un par de canciones y las canté. Era demasiado. La gente de la fila izquierda no despegaba sus ojos de aquel cantador, contador, cuentero. Casi no hablaba, me refiero a Claudio, pero yo siempre supe que había algo de ficción en todo eso. Luego de unos minutos ya todos estábamos deseando que no se vaya nunca y que la parada se hiciera más y más lejana. De hecho me bajé algunas calles después de mi destino original. Fue por verguenza, no quería que me descubriese hurgando su motivación pasajera. Claudio se bajó antes, y yo me quedé con la moneda de cincuenta centavos en el puño derecho. Tenía que dársela, tenía que encontrarlo.
Y en efecto lo encontré, cuatro calles más arriba, sentado en una parada, solo, cantando. Por haberme alegrado el día. Quise salir corriendo, me sentí estúpidamente tímida. ¿Usted de dónde es? De aquí. Ah, no parece. Pero lo soy -sí, muy a pesar mío- (longa inconforme). Y ya me quedé, me quedé muy a pesar mío, nuevamente. Y aunque quedarme era lo que más quería, la voz se me ahogaba a la vez que descubría un tartamudo en mí; quizás por eso, horas después en la pizzería me dijo: Voçe é tímida. Claro, siempre lo he sido, pero nadie se da cuenta, solo tú.
Marisa Monte. ¿Conoce Tribalistas? Por supuesto. Já sei namorar, já sei beijar de lingua agora só me resta sonhar... Eu sou de ninguem, eu sou de tudo mundo e tudo mundo é meu tambem... También, Chico y Caetano, ah y Os Mutantes y Rita Lee. Algo de Joao Gilberto, Tom Jobim, Djavan y hasta Raúl Seixas. Todo eso sobre la vereda, con el jubilado que amaba el fox trot y que quería que yo sea periodista. Señor, yo no soy periodista, pero da igual. Ah, toca muy bonito, qué ritmo es ese. Un gospel con R&B, un blues urbano. Qué urbana yo cantando en portugués, y en vez de oxígeno, CO para el mareo concerniente. Hay que volverse un poco tonto en las calles.
Claudio se fue conmigo, me pagó el bus de regreso, cantó en él y me llevó a comer pizza. Yo no fui a su concierto al día siguiente.
¿Que é o que voçe quer?

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