Ídolo

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Morrissey

lunes, diciembre 01, 2008

Lo que uno puede hacer sin una computadora, parte I


Notas posteriores:

1) Flotador de palabras

2) ¿Era necesaria una balsa trola?

3) Probablemente, todo lo escrito a continuación simplemente comprueba lo que posteriormente diría Lemebel sobre sus dos que tres personajes alimentados de sexo, calles, canciones, bares y desaparecidos por las dictaduras. La vieja loca cascarrabias, la tierna viejecita… sobre todo esta última. No importa la sinceridad del travestimento, en tanto este sea verosímil. En tanto el espíritu sea anticipadamente dopado y la verdad del cuerpo no se revele. Mientras el sainete sea fiel a sí mismo, todo es pertinente.

De la ciudad imposible y las calles que se cruzan con sí mismas. (La ciudadela México, Juan Carlos Cucalón)

Ahora que soy mueble, me lleno de libros para volverme invisible. Manoseo sus pastas blandas (hoy casi todo es de bolsillo) y me daño los ojos con esa luz pobre de 60 watts –imposible huir de la mezquindad-. Llego, me siento, leo a Lemebel y quiero clavarme en la pierna ese pin con la cara de esa mujer mestiza-inca con camiseta de estrella, que se supone, debo ser yo. Meriendo las palabras de Pedro (Lemebel) y aprendo a gritar como él (con un grito neuronal). Me acuerdo de su abrazo de batón crudo, dentro de esa pose tan tonta de vieja loca que adoré, no sé por qué. Me conmovió su lado ¿maternal? Quizás fingió todo el tiempo y yo le seguí la corriente por no tener más salida que vivirlo de la manera en la que él había propuesto. O en verdad buscaba ese calor arborescente del desconocido. Quizás –decía- fingió todo el tiempo pero él me abrazó, me tomó del brazo mientras caminábamos por el centro de la ciudad, en tanto me contaba cualquier cosa. Ese todo desvaído que ahora es él. Y su pañuelo en la cabeza, y su túnica más parecida al traje de una secta de locos con fe en una piedra. Ups. En una planta mejor. Otra vez ups. Los diez mandamientos, el árbol del bien y el mal. Pero él quiso abrazarme aún. Y yo, con esa lógica lingüística evasiva que suele venirme cuando entrevisto a alguien por obligación, ciertas veces, fui diciendo nada –porque ahora soy mueble y me visto de libros, y de las palabras de los otros- porque ya casi ni hablo y me cuesta cada día más hacerlo. Porque hallo inútil a veces sonreír, agradar, caer bien. Y paso por pedante.

Ellos correteando detrás de mí, miento. No correteaban, arrastraban sus vidas dentro del vaho andino. Repetir tres veces las preguntas más obvias, mirar a los ojos y toparse con esa mirada desafiante agazapada en unos ojos sin pestañas y en un sonsonete dulzón. ¡Hay que moverse! ¡Hay que hacer algo! Mis vías respiratorias altas no pueden más. En fin, bañada de malas caras, que recuerdan a las de la empleada doméstica reprendida por el patrón, fui cobrada en venganza. Me maquillaron terriblemente y quedé tan fea… más fea que nunca. Decidí no chasquear contra el piso los caparazones de los caracoles que me habían salpicado con su baba. En Babia.

Con cada ojo extinguido y lánguido, lerda de maquillaje a lo Betty Davis en sus últimas épocas (recuérdese Who’s afraid of Virginia Wolf), fui al baño, transformé la reyerta en risa, regresé salpicando sílabas burlonas de lo fea que estaba y de lo lindo que había pasado con Pedro. Del ingenuo milagro siempre esperado de que las cosas sean células vivas y se reproduzcan por meiosis. De la incapacidad de la realizadora/productora de acercarse a la loca cansada pero en on y decirle: Venga con nosotros. Cosa que tuve que hacer yo con una naturalidad narcótica, porque el sueño me rehúye, y eran las nueve de la mañana y yo sin desayunar.

Quizás yo no era tan bonita como debía haber sido. Pues ahora me importa un pepino lavarme la cara siquiera para salir. Una mentira menos. Into the White a lo Pixies.

Did you hear what I said?
Did you hear what I said?
Deeper than your sleepy head
Deeper than your sleepy head
Ain't nothing to see
Ain't nothing in sight
Into the white...

Una tranquilidad para el panal de abejas asesinas con patas de ganso. Que no escuchan, que no miran, y que destrozan rostros con polvos traslúcidos, correctores de ojeras y coloretes. No se moleste señorita, que esa cara ya estaba destrozada, sobre todo por factores meteorológicos y microclimas uterinos. Mis dos líneas chinas funcionaban mejor, pero fueron borradas de mi rostro. Tenía que ser una falsa occidental. ¡Qué pálida estoy! Soy amarilla y mis ojos, dos aceitunas sin pepa. Antes de ser desdibujada, Pedro cayó en mi mirada dibujada y me dijo –o más bien dijo a todos los que estaban en la mesa-: Ella es muy bonita, mira que lindos ojos. Yo, como niña de vestido prensado y mejillas coloradas, respondí: Ay gracias.

Pedro: Pero… también tienes algo de chico, eres andrógina. Pareces un niño.

A veces me siento un poco homosexual, sí, pero cada vez menos. Pedro y su acompañante, una chilena medio gorda que estaba dopada por la altura, querían comer camarones. Yo comí frutas. Nadie entendió por qué. No tengo paciencia para explicar. Pero lo que no entendieron en realidad fue por qué estaba tan bien con ellos, con Pedro y su amiga (que no recuerdo su nombre) quien días más tarde se quedó ciega porque tenía un problema en sus ojos. Una ceguera temporal, nada grave. Ahora pienso en ellos y en la insalvable conducta del equipo de filmación, ese charco engendrado en un hueco de asfalto. Debería existir el chance de pisarlo o no. Yo no debía divertirme frente a sus ojos, porque siempre hay que estar preocupado por algo y ser básicamente infeliz. Pero yo necesitaba un remedio para la morriña.

La acompañante de Pedro era otra madre transversa. Caminábamos los tres agarrando a la vieja loca en la mitad. Driving Miss Daisy. Riéndonos de ser tan coincidencialmente torpes, de no saber conducir y no preocuparse por ello. “Este programa va a salir lindísimo. Vai a tener un excelente material. ¿Cuándo Sale?”. No fue así, pero no vale llorar sobre la leche derramada.

Luego fui desterrada del auto y caminé moqueando por las calles del centro, a reencontrarme con mensajes de texto y fiebres nocturnas. Fui a recoger mis pasos, repitiendo treinta veces la misma toma bajo las partículas violentas de la niebla, que iluminadas por las Arri se estrellaban contra mi rostro. Yo, como animal de circo, estaba obligada a reproducir frases profanadas de la tumba de la lengua romance. Y no hay chance. Sé tú misma. Yo misma jamás estaría aquí y me daría un puñetazo antes de aceptar sonreír sin gracia. Las comisuras me tiemblan. Frases convertidas en el aserrín del ingenio.

El libro. El Libribro. Alfredo Pareja Diezcanseco ha sido un trabalenguas terrible cuando el velo húmedo de la noche rasguña las cuerdas vocales. La gripe, los mocos, el ojo de boxeador lagrimeando sin pena ni gloria, en cada golpetazo de ánimo televisivo. Y yo, pensando seriamente en acabar con todo y salir de esa Siberia de corazón DV cam para calentarme los pulmones.

Cuatro grados, cuatro horas rezando el mismo sonsonete del absurdo con un hombre bello a mi lado, que aprovechaba para abrazarme so pretexto del frío. Era alto y atractivo, con brazos y torso fibroso. Él quería ver el color de mis ojos ya sobreexpuestos. No fue nada erótico, yo me encargué de que así fuera, al menos para mí. La pulsión estaba detenida porque ahora no. Yo, ahora no. Y me fui sin decir nada, cero besos, abrazos y sonrisas ligeras. A nadie le importó que yo no comiera carne y se tragaron en mis narices enrojecidas, sangrantes hamburguesas de un restaurante de mala muerte. Sí, la gente es mala. Come carne, mata toros y se ríe de eso.

El 4x4 de neblina y horas, me obsequió una febril noche en la que fue imposible llegar al sueño. Al amanecer, una última patada en mi consciente me desmayó hacia Pedro, la vieja loca tierna, tan madre y madrastra. Y yo, llamándola para que me venga a sacar de la mueblería. Que me abra la puerta, la que me lanzaron en la cara y de la que no tengo la llave. Trolo Super Hero.

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