Ídolo

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Morrissey

sábado, abril 11, 2009

Pequeñas anotaciones al margen


Hoy murió Corín Tellado. No puedo evitar pensar en Jeannette Rodríguez y Carlos Mata. También viene a mi memoria la casa de los abuelos en Cuenca, cuando todavía vivían. Cuando sus bodegas de historia familiar arrumada me seducían todas las tardes. Desde los cinco hasta los doce. Luego era sólo salir, la calle, los amigos, “la jorga”. Antes, los juegos con mi prima consistían en descubrir los tesoros guardados en ese departamento detrás de la casa grande, que antes había sido la casa principal. Ella quizás no lo disfrutaba tanto como yo, pues vivía en la casa de al lado. Era territorio conocido. Yo sólo llegaba cada verano, después de ocho horas de viaje vomitando todo el camino, viendo la cara del diablo tallada en una montaña. Cuando tenía suerte en todos los sentidos, viajaba sola o con algún hermano por avión. Era la gloria. Sin padres, sólo tíos, primos y abuelos que no me veían más que una vez al año y que casi me dejaban vivir mi suerte. Solo había una cosa por hacer: comer. Lo demás era sol y juego. Y uno de los juegos era encontrar pasado. Lo que más me llamaba la atención era la colección inmensa de diarios viejos, revistas y libros. Y en esas montañas de papel, encontrar la revista que salía cada sábado en un diario local. Una revista entera de cómics de todo origen. Quería leerme todos los números salidos durante mi ausencia. Devoraba las revistillas, devoraba los diarios. También las Condorito, que de tanto leerlas había empezado a aprenderme los chistes de memoria. De tanto insistir en entender el humor a veces esquivo de Pepo, comenzaba a desarrollar teorías sobre cuándo cabía el “plop” o el “exijo una explicación”. Y también, por supuesto –pero ya en Quito sin conciencia de la influencia- empezaba a hacer mis propias historietas. Todo era válido, todo era material de lectura. Todo servía a la hora de conocer el mundo. De intentar entenderlo. Por eso, ese mundo de bodega me parecía riquísimo. No importaba que los libracos fuesen del tipo kiosco de variedades. Todo valía. Antes la gente se distraía en palabras impresas. Yo leía el historial de lecturas de una familia común. Hasta los libros religiosos de mi abuela. Recuerdo haber leído una biografía de Mercedes de Jesús Molina, la hoy beata que fue amiga de la martirizada nueva santa ecuatoriana Narcisa de Nobol. Y así, empolvada, con una tía alérgica que se espeluznaba de vernos respirar polvo –eres y en polvo te convertirás- terminábamos las tardes en esos cuartos de paredes gigantes. O tal vez no, quizás no todos los días pero es más poético ponerlo así. Ahí, infaltable, o en alguna otra habitación desocupada, reposaban en paz las viejas Variedades con señoras de peinados feos y vestidos chillones. Y en las últimas páginas, las novelas de Corín Tellado. Leí varias, lo reconozco. Todo era válido. Recuerdo muy poco de ellas, la verdad. Un día me aburrieron y dejé de leerlas. Prefería la revistita sabatina de historietas. Me quedaba muda por bastante rato con una pila de periódicos, revistas y libritos. Luego de horas de lectura llegaba la interrupción. Había que alimentarse, pasar a la mesa, saborear platos que no he vuelto a comer desde entonces. Y la mermelada más rica de la que tengo memoria. Mi abuela la hacía con restos de cáscaras de algunas frutas. Era medio dorada y tenía un sabor exquisito.

Para ser una familia cuencana con sus tradiciones, mi estancia ahí era algo libre. Sólo mi abuela era creyente de verdad pero no obligaba a nadie a serlo. Iba sola a misa, en silencio se arreglaba y salía los domingos. Los demás, ahí quedaban como si nada. Jamás escuché una sola misa en Cuenca. Mi familia paterna era una familia sin fe. Aunque por el lado de mi madre era igual o hasta más extremo. Ellos detestaban la religión católica y cada cual creía en lo que podía. Un día, años después, vi como mi abuela realizaba una especie de oraciones matutinas bahais. Provengo de una extraña tradición familiar liberal. Extraña por contradictoria. En Cuenca nadie es liberal en el verdadero sentido de la palabra. Era como practicar la misma moral del cristiano –más o menos- pero sin Dios, sin castigo divino, sólo a merced del juzgamiento terrenal.

Dicen que mi bisabuelo paterno era un famoso cascarrabias y que estaba peleado con el cura del pueblo. Eran las dos familias antagonistas, los Capuleto y los Montesco del lugar. Los unos conservadores, los otros liberales gritando curuchupas de mierda. Hubo incluso el caso del enamoramiento entre familias. Dos muchachos jóvenes que no pudieron casarse por prohibición del único cura del pueblo. Y dicen que ahí estalló la verdadera guerra entre familias. No recuerdo más, no sé qué pasó luego. Ah sí, la gente se fue muriendo, las generaciones reemplazadas por otras. Muchos se fueron a la ciudad más grande, desapareció el rastro del odio. Tal cual una novela de Corín Tellado, aunque mi padre decía que su pueblo y su historia eran realismo mágico puro. Él dice que vio parir a una mujer en el camino de lastre. El niño resbaló por sus piernas y dio al suelo. Ella lo tomó, le cortó con los dientes el cordón umbilical y se lo llevó en brazos como si nada. La niña fue bautizada como Amapola del Camino. Como un personaje Tellado, que -con suerte- se enamoraría del patrón y tras mil y una vicisitudes, sería correspondida en el altar…

1 comentario:

Anónimo dijo...

dios nos libre de poner oreja al juicio terrenal. en la otra orilla, más allá del bien y el mal, mirando la vida pasar, él no entiende de correspondencias ni de altares. los juicios y las demandas que se queden en los juzgados, donde deben estar.