Ídolo

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Morrissey

martes, mayo 19, 2009

Nota mental


Desde el día que dejé de escribir este blog (sin querer) han pasado muchas cosas. Se fueron los EDOC (Festival de documentales) y me dejaron una reflexión coyuntural: mi excelente puntería para elegir las peores opciones. En ediciones pasadas, aunque igualmente me intoxiqué con “la estética de la verdad” (frase maniquea) logré ver maravillas. Trabajos que me impactaron y que los comenté en este blog. Este año tuve problemas para trascender la temática. Me dije a mí misma: no quiero temas sociales ni sufridores. Y creo que en esa discriminación, me perdí algunas de las grandes películas. O quizás no. Muchos salían emocionados de Ojos que no ven, un documental sobre mujeres (onda derechos) pero yo no le hice el menor caso. Mi primer criterio, al comprar el pasaporte y tener el folleto de la programación, fue el de la temática. Cosas o situaciones que me atrajeran, y directores consagrados de quienes ya he visto y disfrutado otras obras. Así, escogí El Retorno a Normandía (que resultó bostezable), sobre una película basada en un libro de Michel Foucault, el cual a la vez era la recopilación del expediente de un caso de parricidio en el siglo XIX. Yo había leído el libro y por eso escogí el documental. Mala elección. Luego quedaron como fijo los documentales de Werner Herzog y de Juan Carlos Rulfo (hijo de Juan Rulfo, lo cual finalmente, resulta un dato innecesario), que aunque no decepcionaron y confirmaron que su excelente manejo narrativo y estético, no terminaron siendo tan extraordinarios como uno esperaba. También quise ver uno sobre Phil Spector, el mítico productor musical papá del pop, los hits y la música comercial, además de supuesto asesino. Y de ahí me fui por los thrillers: “El Suizo, sospechas en Ecuador”, sobre un suizo que fue acusado de asesinar a su esposa en Ecuador… y bueno, él no fue; con todo le tocó enfrentarse al monstruo de la justicia ecuatoriana. En la misma línea dramática, aunque con una temática completamente distinta, vi “Lucio”, un thriller policial acerca de un albañil anarquista que logró hacer la estafa más grande al Citybank. Creo que este fue el mejor documental que vi, y lo digo por su impecable construcción narrativa lineal y a la vez no-lineal, por los recursos dramáticos limpios y al mismo tiempo, por poner el golpe de efecto donde es necesario.



Lo que nombro fue lo mejor que pude ver. Quizás mis gustos se adulteraron en este año, pero no tuve mucha paciencia para algunos trabajos anunciados como excelentes. A algunos no les terminé de hallar el gusto. Me gustó Ross McElwee, pero siendo sincera, a la tercera película me hostigué del intimismo documental. Aunque, después de todo no me quejo, sólo me faltó tiempo. Sigo siendo fanática de los documentales.

lunes, mayo 04, 2009

Muerte en Venecia



El adagietto de la 5ta sinfonía de Mahler debía estar sonando en mi cabeza. En los parlantes sonaba Simone distorsionada por un mp3 a todo volumen, desde el que dos muchachos decidían que era mejor escuchar un hip hop más parecido al regetón. La ciudad escupía plomo y yo pensaba en los cinco muertos hallados en el Kalypso, envenenados por monóxido de carbono. Cuatro mujeres y un hombre, de un promedio de 20 años. Alguna familia perdió tres hijas y me imagino la cara de los padres al saber que todos estaban hospedados bebiendo en un motel. Creo que fue una muerte gaseosa feliz. Un titular: cinco muertos en orgía de sexo y alcohol.

Regreso a Mahler, entra una persona tras otra, el autobús no huele mal pero algunos tosen y otros estornudan. El bus se detiene, desde un quiosco una revista seria dirigida por el Gárgamel de los medios asegura en su portada que se trata de una pandemia. ¡Qué imbécil!, me digo, hay un sólo caso controlado en Colombia, hay menos de veinte muertos, el retroviral a tiempo detiene el virus… pero sí, si somos puristas en efecto se trata de una pandemia. “La reunión del pueblo”. Venecia en 1911.

Está por terminar el Adaggieto y entra Tadzio. La caja metálica y sucia se ilumina de pronto. Mis ojos no pueden abandonarlo, no entiendo cómo es que nadie más lo mira, o quizás sí lo hacen. No sé si él entienda aún su poder, pero su nariz romana es suficiente para mí. Tadzio tiene el cabello castaño, no es rubio, su piel es de una blancura acariciada por el sol, tiene una barba incipiente que quiere abrirse paso en su piel lisa y perfecta, dejar la infancia y dar paso a la testosterona. Tiene poco de niño ya, pero su juventud es extrema. Jamás en ese lugar nadie se verá más lleno de vida que él. No quiero que termine el viaje, quisiera seguirle, me entra una angustia boba cada vez que para el autobús. Tadzio no se baja y respiro aliviada. Voy media hora atontada en su perfil plácido, estudio la bajada de su frente, la unión con su nariz, la punta recta, larga y respingada a la vez, el borde de sus labios rojos y blandos de única firmeza y redondez, la línea del mentón ruda y delicada, el borde de sus maxilares rozando su pelo algo arisco. Parece John John a los 16. Pero no, es Tadzio aunque sin androginia (o tal vez la adolescencia siempre es andrógina) y yo soy Gustav camino a la muerte. El silencio de la belleza que, contenida en sí misma, no es más que eso. No tiene nada más que decir.

Gustav Von Aschenbach, Gustav Mahler. Thomas Mann y su viaje a Venecia en 1911, donde según su esposa, ya enfermo de muerte se embelesaría con aquel muchacho polaco de belleza perfecta, al que vio en el hotel donde se hospedaba. Por esos días había llegado la peste del Cólera a esa ciudad, todos empezaban a huir. Así nació Muerte en Venecia, la novela corta publicada en 1912 en la que se basó Luchino Visconti para hacer una versión cinematográfica en el 71. Dos obras maestras. Gustav escritor en la una, Gustav compositor en la otra. Mann se inspiró en Mahler, cuyo adaggieto es maravilloso. Mann supo entender y revelar el secreto de la atracción terminal hacia el purismo de la belleza. Y en eso me encontraba yo al ver a mi Tadzio con traje blanco y corona de laureles en el escudo de su colegio. Llevaba uniforme. USA Academy. Me reí idiotamente cuando pensé: ¿Cómo es posible que haya una belleza así en un colegio de medio pelo? Mmm, tal vez no lo es. Quizás de donde viene hay muchos más cómo él. Yo no he encontrado otro de su edad que me magnetice de tal manera. Por primera vez quise que el insoportable viaje en bus no terminase nunca, como diría Nietszche, “el placer es más profundo que el dolor, porque queremos que dure para siempre”…

Mi cuadro era perfecto, su perfil de niño romano (pensando en Satiricón de Petronio, de Fellini) se me ofrecía en panorámica. Cada vez que alguien se levantaba de su asiento, él intentaba buscar puesto, pero para mi suerte, nunca lo encontraba mientras yo me hallaba rogando sin saberlo –como Gustav en el pasillo del hotel- una pequeña mirada suya. Finalmente hubo un cruce de ojos de segundos, cuando la persona sentada junto a mí se levantó y yo deseé con todas mis fuerzas que Tadzio se sentara allí. En ese instante, yo me puse de pie para dejar salir al estorbo y él me miró. Yo habría querido decirle: “ven, siéntate aquí”, pero en ese segundo, una señora gorda y su hijo gordo me empujaron y ella se sentó en el lugar guardado para mi Tadzio. Él volvió a su perfil y a mirar al horizonte con gestos pequeños e infinitos. Por instantes largos mis ojos reposaban en su boca y entonces imaginaba una historia, luego en su nariz, imaginaba otra, sus ojos, otra, su barbilla, una más, sus mejillas…

Tadzio, delgado, alto, de buena contextura ósea, camiseta blanca, pantalón de calentador azul, vistiendo, calzando las ropas con esa ligereza que solo un colegial conserva. Y yo, esperando otra mirada. Al fin llegó la parada masiva y yo sin saber que era la mía también. Tadzio se bajó y yo entendí que yo también debía bajarme. No iba a seguirlo, no tenía a donde. Pero lo seguí por unos cuantos metros porque ese era mi camino también. Tadzio, entonces, caminaba lento, sin apuro ni urgencia, sacó un cigarrillo justo cuando igualamos paso. Le miré, supe que me miró, pero no tuve más que acelerar mi paso. Yo caminaba erguida, feliz, exultante. Podía escuchar su paso detrás de mí, giré una última vez para verlo; sabía, como Orfeo, que no debía. Pero lo hice. Mi Tadzio regresaría al Hades como Eurídice. Lo escuché tararear una canción detrás de mí por unos larguísimos segundos. Era una melodía hermosa, vi sus pies cerca de los míos. Y la canción. Juro que seguí escuchando la melodía cuando giré por última vez y él ya no estaba. La quinta sinfonía de Mahler, podría jurarlo. Tadzio se fue de Venecia para siempre…